martes, 31 de enero de 2017

El suspenso de la vida

El habitáculo estaba más podrido que la situación actual. No hay manera de expresar tanta mugre dentro de un margen, Ni forma de saber decir lo que quiero contar. Ni siquiera encuentro la forma de borrar esas imágenes que se me vienen a la cabeza cuando me encontraba allí dentro.
Sí, un día también tuve que pasar por ello, pero a mí me dejaron con vida.
Dejaron que me desintegrara dentro de aquellos barrotes mientras oía los berridos, las quejas, los graznidos y los gritos de cada persona que entraba en aquella cámara.

Lo que más me impactó de todo, aparte de que no podía percibir en mi conciencia por qué me encontraba en esa circunstancia, fue que entraban todo tipo de personas allí, dando igual si eran varones, mujeres, o niños y niñas. La piedad era un concepto que se desconocía dentro de esos muros, y siempre, tras las víctimas, entraba el mismo agresor. 
¿Que cómo sabía que siempre era el mismo? Nadie, ni siquiera los guardias o los líderes del edificio, ocultaba su rostro. Intuyo que era porque daba igual si memorizabas su faz o no. Una vez que entrabas, sabías que no ibas a salir de allí nunca más.

Así pues, escribo esta carta mientras simplemente existo dentro de una celda sin nada más que cuatro paredes y tres ratas, a las que me veo obligado a matar y comer para no fallecer de hambre. No tengo ninguna intención redactando estas líneas. No quiero ni deseo que nadie las lea, ni sueño tampoco con que mi familia sea consciente de cómo me encontraba en los últimos días de mi vida. 
Tan solamente deseo existir, porque no hay existencia más pura y divina que el pensamiento. Es lo único que me trae vitalidad y, recuerdo, recuerdo que justo allí dentro hacia donde estoy señalando con mi índice hinchado por los pisotones, esa puerta de hierro que chirría cada vez que se abre, desprendiendo más humedad que el propio clima, jamás pude existir, ni mucho menos, pensar.

Con un cubo lleno de agua me despertaron. Entraron en la celda donde estaba y me lo rociaron en la cabeza. Eso, unido a los insultos a todo volumen y órdenes del torturador, provocaron que me sobresaltase, al mismo tiempo que me despertaba de un sueño precioso. 
Soñaba que estaba en una playa de arena blanca, con el agua más transparente que el cielo en una noche de verano, y con un Sol que brillaba a todo su poder, pero que no me quemaba. Soñé que corría por la orilla a toda velocidad, y no quería detenerme. No me cansaba, quizás porque, a lo mejor, cuando alguien disfruta de algo, ve demasiado estúpido parar y rechazar su propia felicidad.
Recuerdo que no había ni un alma más aparte de la mía. Y no lo necesitaba. No se necesita a alguien más si ya eres feliz de por sí. De hecho, ¿que pasaría si haces depender tu propia felicidad de una persona? Puede que cuando esta se vaya -y, todos, todos alguna vez en nuestra vida, nos iremos-, serán tus propias ganas de vivir las que también decidan desprenderse de ti.

Los sueños, sueños son, ¿verdad? Como diría Calderón de la Barca, y yo ahora mismo me encontraba en un mal sueño del que también deseaba despertar. Pero no, no se puede evitar la realidad.

Recuerdo cómo aún me quedaban nutrientes en el cuerpo que ponían fuerzas para deshacerme de aquellos miserables. Entre todos ellos, de vez en cuando, con el objetivo de que no opusiera resistencia, me tiraban de un empujón al suelo, donde se desfogaban en mí a patadas. Una y otra. Todos a la vez. No recuerdo cuántos eran. Lo que sí parece que mi subconsciente memorizó fueron la cantidad de descabellados que entraron conmigo cuando traspasé aquellas puertas chirriadoras y oxidadas de un metal que parecía hierro.

La sala estaba insonorizada, pero ello no evitaba que escuchara antes de entrar, los gritos del pobre desgraciado que entró antes de mí. Yacía en el suelo. Parecía muerto. Lo estaba. Nunca había visto a alguien sin vida alguna. Recuerdo la sensación de como si le faltase algo, como si aquella persona no estuviera completa ni fuera la misma que se dedicó a la vivencia. ¿Nunca os habéis preguntado si la muerte es la verdadera vida? En ese momento quería pensar aquello.

Allí, olía a podrido. Tanto que no tuve otra opción que vomitar -no sé si del asco o del miedo- cuando me di cuenta de dónde me encontraba. Entre los cuatro maleantes me sentaron en una silla sacada de una película americana donde se procedería a una pena de muerte. Me ataron a ella con las vendas de cuero que poseía el mueble. Y en ese momento entró en escena el que parecía que iba a proceder al acto por el cual me habían traído aquí.

Realmente, no había ningún arma de tortura, solamente pude apreciar que aquel hombre que vi fallecido en la superficie al entrar, no poseía ningún tipo de amputación, ni tampoco heridas de bala. Ni siquiera salidas de sangre por su piel. Fue como si hubiera muerto por causas naturales.

El torturador me habló, y al principio me costaba entender lo que me decía. Tantas patadas me provocaron defectos en el tímpano, y ahora tan solo podía escuchar por una oreja. Me pareció oír que decía que repitiera en voz alta todo lo que él me iba dictando. Quería que dijese que la Tierra se mueve alrededor del Sol. 
No comprendía absolutamente nada. Él me ordenó repetirlo. Mi curiosidad me hizo preguntar, erróneamente, por qué, y recibí de respuesta una serie de puñetazos y bofetadas que me dejaron patidifuso.
"No hay ningún por qué, solo tienes que repetirlo, y sobrevivirás". El líder fue rotundo en la frase, y por ello no daba crédito a lo que estaba sucediendo. ¿De verdad repetir lo que esa persona sin corazón se designaba a decir iba a mantenerme con vida? Lo vi como una absurdez, así que lo reproducí con tal de no volver de recibir de nuevo otra paliza más.

Lo siguiente que estuve obligado a decir en voz alta fue que veníamos del mono, y que eran nuestros ascendientes. Lo hice.
Volvió a soltar algo nuevo. Tenía que repetir la frase: "mi presidente es la persona más preparada del país". Tuve que decirlo.
Después imité, tal y como él me indicó: "hay que encontrar un trabajo. Trabajaré durante toda mi vida, y no pararé hasta que el Líder me lo diga".
Parecía que estaba como aprendiendo un idioma nuevo, porque no conseguía comprender nada de lo que estaba diciendo.
Tuve además que recurrir de nuevo a la repetición, diciendo que la Guerra del 97 la ganó nuestra patria.

Pero un momento, una vez leí que realmente no la ganó nuestro país, sino nuestro contrario: Verdápolis. Yo repliqué y repliqué, pero recibía el golpe de puños y de diferentes objetos a manos de sus secuaces. La silla comenzó a desprender descargas eléctricas, y notaba cómo mi cerebro se iba calcinando, hasta que pronuncié las palabras mágicas: "nuestro país, Violentrópolis, ganó la Guerra del 97. Les masacramos a toda la población y no quedó ni un sólo superviviente". Todo fue dicho a grito pelado. Noté que la voz casi se me había perdido cuando pararon las torturas y escuché la respuesta del torturador: "sobresaliente".

Así estuvimos horas, o incluso días. Yo dejaba de negar y de rechistar cuando me encontraba harto de recibir tanto dolor.

Al final, me hizo repasar la lista entera de las frases dictadas (a lo que él denominaba: "secuencia"), teniendo que volver a decir todo lo que ya había repetido anteriormente, pero esta vez por mi cuenta, sin que el hombre especializado en la tortura me lo dijera primero.
Iba a empezar a decirlo, cuando, con una sonrisa malévola, puso una condición: si tenía un solo fallo, aunque fuera en una palabra, me mataría. 
A Dios le agradezco tener una buena memoria. Salí de aquel infierno nauseabundo arrastrado por los guardias, que me llevaban de nuevo a la celda, para que me reuniera con mis muros tan poco expresivos.
Tengo en mis recuerdos cómo echaba sangre por la boca a esputos. No sentía las piernas ni el labio. Y tenía cerrado un ojo, además de tener medio cerrado el otro.

A la luz se conocen muchas más verdades que a la sombra, pero ello no tiene por qué hacerte sentir mejor.

Y seguiría volviendo a ir a ese cuchitril endiablado a volver a repetir todas las secuencias que aquel cabecilla me iba dictando. Era irónico, porque este se suponía que era el líder de toda la corporación que se encontraba en el edificio. Y uno, cuando se imagina a un líder, se idea a alguien humilde, respetuoso y honorable. Me imaginaría que sería alguien digno de admirar para sus secuaces, y que podría causar en el resto alguna influencia de forma automática.

Era todo lo contrario. Exactamente era como un niño borracho de poder, dominado por el egocentrismo y por las faltas de respeto que tenía hacia sus súbditos. 
Incluso llegué a escuchar conversaciones de sus guardias. No había ninguno que hablase bien de él. Lo que me hacía preguntar: ¿por qué era el líder?
Hay gente que quiere ser liderada, y por ello,  posiblemente, han pasado tantas desgracias en la historia de la humanidad.

Todos los días conseguía acabar con la maldita secuencia. Ya no sabía ni lo que era verdad ni lo que era mentira. Y lo peor, no sabía por qué. Nunca fallaba al repetirlas, y siempre acaba sorprendido, como si aquello estuviera diseñado para que nadie sobreviviera a la tortura. 
Me alegro de estar vivo aunque, ¿de qué me servía estarlo? No le encontraba el sentido a la vivencia cada vez que salía de aquel cuarto angosto y pútrido. Logré finalmente comprender que el hombre que encontré fallecido en el pavimento, había fracasado al repetir la secuencia, y tuvo de recompensa una muerte fugaz. 
Fue como si se le hubiera suspendido la vida, por no memorizar y decir bien las frases sin sentido del jefe.

Fue en ese momento cuando mi yo interno entendió que de nada te servirá vivir, si no comprendes por qué vives. Fue cuando hice que el guardia más próximo se acercara. Conseguí cogerlo del cuello, y con la mano libre, robarle la pistola. Se acercaron el resto de los secuaces apuntando a mi frente mientras tenía a su compañero comprimiendo su cabeza contra los barrotes de la celda, mientras le sostenía el cañón de la pistola sobre su cráneo.
Pero sabía cuál era la solución. Por eso lo solté, me quedé con el revólver, me lo puse en la boca, dentro de unos labios inertes, pensé en la felicidad, y apreté el gatillo al mismo tiempo que terminé la frase: "el aprendizaje de la vida está por encima de la memoria". 

Puede que muriera. Pero, decidme, ¿cuántos de vosotros encontraríais sentido a repetir las cosas dictadas por alguien incompetente sin razón alguna? Los sueños, sueños son, pero realidad, solo hay una.




5 comentarios: