domingo, 10 de abril de 2016

Un tesoro

Yo y Pablo estábamos caminando por el parque de siempre, tan tranquilos. Con nuestras cosas, nuestros asuntos, nuestros quehaceres y nuestros temas. Tan divertidos como unos, tan absurdos y aburridos como otros. Tan genuinos, y tan ingenuos.
Nos conocíamos, prácticamente, desde que nacimos, aunque siempre demostramos ser bastantes diferentes.
A él le gustaba el fútbol, ver la tele, y estar con chicas. A mí, a mi me gustaba escribir, recitar y tener algunos momentos que otros de soledad.


Pero los dos, éramos como la cara y la cruz de la moneda. 
Éramos como el lápiz y la goma, el suelo y la gota, o el folio y la tinta.
Nos complementábamos. Si esto fuese una historia de amor, diría que Pablo era la media naranja que me completaba.
Fuera la vez que fuese, nos lo pasábamos de escándalo. Tanto, que acabábamos riendo a carcajadas por cualquier tontería.
De todo sacábamos un cachondeo absoluto y rotundo.
Lo que no fueron normales, por suerte o por desgracia, son aquellas aventuras que nos montábamos.
Esa es la capacidad única que los dos poseíamos, era como el punto muerto que nos unía en un solo ser al poder inventar dichosas historias, o el sitio abstracto donde nos reuníamos para aprovechar la vida de manera curiosa y alternativa: la imaginación.

Arte creativo que nos embelesaba como aire que lleva la Tierra, o conducta que adoptábamos para huir de lo mezquino y de lo ruin, ya que, el tener dos vidas desgraciadas, formó un vínculo extra en nuestro lazo de amigos inseparables.

Aún recuerdo esa vez en la que decidimos narrar la historia de una abuelita que era una superheroína, con su fuerza extrema y su capacidad para salvar al mundo de las garras de lo maléfico y lo
miserable. Puede que tuviera, incluso, hasta el poder de transformarse en lo que fuera. O, también, su mentalidad para motivar a toda una población con tan solo un plato de comida exquisito, o con sus ánimos de que todo irá bien porque ella creía en nosotros. Creía.

Tampoco puedo olvidar el momento inexplicable del cuento del perro que todo salvaba. Ese animal, con alma de humano, que te hacía creer en la civilización, porque él era totalmente diferente al resto, y te trataba cómo nadie más lo hacía. Gracias a ese perro del cuento, eras especial, como si hubieras nacido con un don inigualable. Pero es que, esa habilidad, por naturaleza, por mutación, la poseía él. Conservó al protagonista del relato como nadie más lo hizo.
Y, gracias a ese animal, nuestro personaje volvió a creer en la humanidad.

Eran narraciones bonitas, entretenidas, otras divertidas, alocadas, no realistas, y otras eran tan solo caricaturas de una sociedad que veíamos cada día en nuestra vivencia diaria.

Conmemoro también aquella anécdota inventada del payaso que tenía la habilidad de hacer reír, cuando él estaba destrozado por dentro, y era una flor que estallaba en miles de pétalos. Pedazos que eclipsaban cualquier Luna, pero, que nadie conseguía poder observar, gracias al gran talento de nuestro compañero, de fingir que no está en sus días grises, con la intención de no preocupar al resto.
Me hubiera gustado que este fuera mi amigo, pero hay quién dice que ficción y realidad no forman parte del mismo lugar.

Y puede que no os suene la leyenda de aquella chica del instituto, que poseía entre sus delicadas manos una capa de invisibilidad, y ni siquiera los profesores se daban cuenta de su presencia. Aún así, ella iba a clases, hacía los ejercicios, y se presentaba a los exámenes.
Quizás por buena persona, quizás por cumplir un sueño, o quizás por obligación de unos padres que desconocían la técnica de su hija. Tarde, o temprano, según cómo miremos el tiempo, apareció su persona ideal, idónea, que consiguió verla entre aquel trozo de tela. Al final, consiguió convencerla para que no siguiera con aquellas acciones no dignas del ser humano, y que se mostrara a los demás tal y cómo es.
Puede que fueran felices para siempre, hacían una pareja perfecta, aunque, lo cierto es que nunca conseguimos establecer un final consensuado para aquella historia.
Pablo era más romántico, pensaba que jamás se separarían.
Yo...bueno, digamos que mi experiencia conseguía predominar sobre la fantasía.

La última que compartimos fue, aquella profesora tan sabia, que enseñaba filosofía, matemáticas, lengua y literatura a sus alumnos, pero que no era capaz de resolver sus problemas de casa.
¿Por qué? No conseguimos establecerlo, quizás fue porque los estudiantes no formaban parte de su vida, y por eso los entendía. Quizás porque la escuchaban, mientras que en su casa la torturaban con maltrato psicológico y amenazas.
Hubo muchos que comentaban que convivía con un ogro, ya que lo que le hacía no era, para nada, propio de un ser racional e inofensivo.
¿El final? Los alumnos no lo supieron, pero puede que el resto de profesores si, debido a que no querían volver a mencionar a esa maestra, ni a recordarla, porque se ponían un poco melancólicos y depresivos. Hablaban de injusticia.
Aunque, os podéis imaginar la cara de los niños cuando oyen hablar de justicia. No tienen mucha idea, al igual que el resto de ciudadanos, que se encuentran en ignorancia.


Y ahora, es que él ya no está. No veo a Pablo. Quizás está perdido, o quizás sea yo el que lo esté, pero lo que está claro, es que ya no nos vemos. Hará como medio año desde la última vez que pude darle la mano para despedirnos como siempre hacíamos.
Aunque, puede que lo nuestro nunca fuera una historia inventada, pero yo diría que viví un relato de piratas, porque encontré un tesoro entre tanto mar vacío.








No hay comentarios:

Publicar un comentario